jueves, 17 de marzo de 2011

Y así llegó Pie Grande a Mérida Yucatán

Iglesia del centro de Mérida
Y así llegó la mañana del sábado con una mañana bien fresca, digna para comenzar un viaje. Me levanté para sacarme toda la arena y restos de algas que tenía en la melena y recogí todas mis endógenas pertenencias. Bajé a esperar al Sr. One Hundred Fires para que me llevara al terminal, como tardaba un poco, salí a entretenerme con sus 3 perritos. Recordé a las perritas de la casa en El Manzano y cómo disfrutarían esos perritos como bocadillo vespertino, ellas son tan tiernas. Poco más de las 11 am llegamos al terminal, como siempre tarde y el autobús había partido hacía unos minutos. Me tocaba esperar. Ya sentía en leoncito que traía en la panza rugiendo por alimento, decidí ignorarlo. Me dije: si no lo escucho, no existe. Algo similar a la técnica del canarito, si tienes hambre y no tienes qué comer, échate una sabanita encima y te dispones a dormir.
Luego de una vueltas para matar el tiempo, regresé al terminal y ahora sí subí al bus. Era la primera vez que hacía la ruta Cancún- Mérida en transporte público. Saqué mi scanner de Terminator para detectar la existencia de individios atractivos, resultado: rotundo 0. Volví a mi pensamiento inicial, a qué hora harían la parada y qué fritanga malparada iba a terminar en mi sistema digestivo. A mi lado se sentó un señor, nada llamativo por cierto. Pasado un minuto sacó una bolsa de chucherías con picante y una Coca Cola, el almuerzo de campeones, y como diría una amiga: hasta bonitico lo vi. Engulló todo con voracidad, tal vez leyó mi mente lambusia y yo me apliqué el canarito. Desperté un par de veces esperando la parada, pero no hubo ninguna. Observé el paisaje monótono de los arbustos al lado de la carretera; recordé ese video de Chemical Brothers grabado desde un tren donde se repite la misma secuencia una y otra vez, el paisaje más adelante era exacto al que acababa de pasar. Cero matas de mango, ni caucheras en la vía, ni pueblitos con licorerías llenas de gente bebiendo el sábado temprano. Extrañé mi pateadero.
Las instrucciones que me dieron fueron que tenía que quedarme en el hotel Fiesta Americana, no en la parada del terminal de Mérida. Yo, como soy tan pilas, no le dije nada al conductor. No vi en ningún lugar el mentado hotel y empecé a impacientarme porque habíamos recorrido mucho trayecto y ya el conductor puso una grabación: estimados pasajeros, tenemos el gusto de informarles que hemos llegado al terminal de Mérida, gracias por viajar con nosotros. Escuché el gran dough de Homero Simpson en mi cabeza. Descendí a buscar un teléfono y a dar disculpas, llegué al lugar donde me dijeron que no llegara. Perdón, perdón. Media hora más tarde, pasaron por mí y vine a conocer mi nueva morada.
Ya instalada en casa, con las comodidades del mundo moderno, me sentí como reina. Luego de dos años tenía una cama y ya no dormiría en el piso. Ni hablar del baño privado sin tener que compartirlo con la perrita Aliada. En la noche me puse mis tacones y fui rumbo al centro de la Mérida, la blanca, ahora llamda Ciudad de la Paz. Le advertí al casco central que se preparara porque ya no sería blanco, yo traería la mugre por tierruda, y que le fuera diciendo adiós a la paz porque yo venía con un reproductor y la canción del Chombo "El gato volador" a todo volumen.

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