domingo, 27 de marzo de 2011

El equinoccio de primavera

Antes de comenzar con esta entrada, ofrezco mis disculpas a mis 10 millones de seguidores, perdón 10 seguidores, por omitir un mes de  mi estancia aquí, no porque se me haya olvidado, la razón es que en esos días no pasó nada interesante; los recuerdo y veo esa bola de monte que corre por el desierto en las películas de vaqueros. Pasados unos 10 días de haber comenzado a trabajar en la galería, salí con unos amigos al teatro Armando Manzanero a un concierto de canciones de la OTI. Aquello era todo un show, la gente parecía poseída por el espíritu de la iglesia Pare de Sufrir, cantando canciones con letras de autoayuda a todo pulmón. Yo me senté tranquilita y lo disfruté. Así dejamos el teatro y dos de mis amigos quedaron en buscarme el día siguiente, lunes 21 de marzo a las 5.20 am para presenciar el equinoccio de primavera en las ruinas mayas de Dzibilchaltún. Regresé a casa a investigar, le pregunté a mi amigo Google qué iba a pasar. Me explicó que el equinoccio no tenía nada que ver con caballos y me dijo que había un templo llamado templo de las 7 muñecas por cuyo centro se posiciona extactamente el sol durante los equinoccios y que sucede solo 2 veces al año. Me fui feliz a la camita para despertar temprano a mi decadente humanidad.

El templo de las 7 muñecas
Salí de casa como acordamos a las 5.20 envuelta como hallaca en un gufandota (bufandota en gocho) que me regaló mi amigo Pedro Luis. Los muchachos tardaban en llegar y yo comenzaba a impacientarme al ver la proximidad del amanecer. Diez minutos más tarde llegaron y nos pusimos en modo Flash Gordon y partimos a las ruinas. Como era de esperarse, no había lugar donde estacionarse y tuvimos que dejar el carro botado en la plaza del pueblo y correr como cuando avisan que hay leche en polvo en los supermercados en Venezuela (al igual que los equinoccios, dos veces al año) para alcanzar a ver el fenómeno. Había demasiada gente, la gran mayoría vestida de blanco que estaba ahí para purificarse y recargarse de energía en ese preciso momento. A medida que el sol llegaba a la ventanita central del templo, comencé a sentir una sensación muy poderosa, no por el equinoccio ni por la purificación, sino por un papacito que estaba a mi lado que me desconcentraba. Se escuchaba hablar inmumerables cantidad de idiomas alrededor y español con muchos acentos, el ambiente era heterogeneamente agradable. De allí partimos a recorrer el lugar e ideamos un sistema de elección de individuos atractivos, pretendíamos tener un carrito de supermercado y cada vez que encontrábamos un buen producto nacional o importado, decíamos "lo meto en el carrito, lo compro". Como verán, siempre muy intelectuales.

Papacito purificador
Caminamos y nos pegamos a un señor que hablaba con mucha propiedad para poder enterarnos de la historia de las ruinas; es una nueva modalidad de aprendizaje y de llama el "pare la oreja arqueológico", todo un hit de esta temporada. Vimos un iglesia que construyeron los españoles dentro del sitio arqueológico, diversos edificios, la cancha del juego de pelota maya y partimos al cenote que está dentro de las ruinas. 

Niños en la cancha del juego de pelota maya
Inicialmente yo iba muy emocionada por ir a echarme un chapuzón en el cenote. Llevaba en mi bolso mi traje de baño de los años 20 con el gorro de piscina de Marge Simpson pero resultó estar cerrado ese día por la gran afluencia de personas. No vayan a creer como yo, que el cenote es una gran glándula mamaria, no. En realidad es una suerte de piscina natural que se forma por la erosión que causan los ríos subterráneos en el subsuelo y deja salir agua cristalina y purísima. La gente cree que no tienen fondo e incluso he llegado a escuchar cuentos muy terribles de cosas que lanzan dentro de los cenotes. 

Cenote Dzibilchaltún
Seguimos caminando por el sitio mientras disfrutábamos del paisaje y la frescura matinal. Fuimos a la tiendita y a ver el museo del sitio, que también estaba cerrado y ya decidimos partir con la corriente del río de personas. Ya en la salida, compramos naranjas dulces con chile en polvo y kibbis de trigo bulgol, buenísimos. Apenas comenzaba el día, el mismo que resultó ser hasta hoy el mejor de mi estadía en Mérida aunque aquí se acabe la historia porque ya es muy tarde y me toca ir a planchar oreja.

Preludio del viaje a Progreso y viaje a Progreso

Luego de pasar la primera semana en Mérida, Yucatán, de haber gastado mis días básicamente en viajes a la universidad por exámenes de admisión y paseos por las oficinas de migración para evitar ser deportada a Sudacalandia, llegó un fin de semana sin pena ni gloria pero con uno que otro cuento digno de mencionar. Un domingo por la noche aparecieron un par de viejos amigos por nuestra morada y se unieron a la celebración unos cuantos señores de esos que se sientan tranquilitos en la mesa durante la cena con las piernas cruzadas y pelan los ojos cada vez que alguien dice coño o culo. Casi hice que sus globos oculares se salieran de sus órbitas, así nada más, por sentirme sexy. Nos sentamos todos en la mesa, éramos unos 8 ó 9 y la única mujer (al menos biológica) era yo. Paso seguido, comenzaron a rodar las botellitas de vino tinto que se evaporaban más rápido que presupuesto de alcaldía venezolana, ya que éramos unos cuantos empinando el codo. Salieron a comprar nachos y me dije que no los comería porque era muy tarde en la noche y sería demasiada grasa para mi hígado; 15 minutos más tarde ya había devorado hasta el container de poliuretano donde los trajeron.
A golpe de 10 pm se comenzó a sentir el aire tropical auspiciado por el Shyraz ya extinto, de inmediato un par de mis amigos de los más aficionados a los líquidos fermentados se escabulleron de la casa con la esperanza de poder comprar más nectar de dioses, solo para regresar más tristes que arbolito de navidad de rancho cuando supieron que los domingos vendían alcohol solo hasta las 5 pm. La sequía nos obligó a decirnos adiós y a arreglar la salida para el lunes siguiente cuando visitaríamos el Puerto de Progreso, a unos 15 minutos de Mérida.
Me fui a la cama feliz pensando en el viaje del lunes y en regresar a ese pueblito al frente de la playa que conocí hace casi 4 años, lleno de familias tomando el sol, siendo acosadas por sudacas en su continua venta de artesanías resguardados por el enorme muelle del puerto de altura. Pasaron por casa y partimos todos, yo iba pensando solo en los carritos de marquesitas y en cuántas me iba a comer. Salivaba con el recuerdo de ese tipo de pirulín gigante relleno de queso Gouda derretido por el calor de la crêpe crocante recién hecha. Los demás pensaban en cervezas y una vez encontramos un lugar donde estacionar el carro, partimos en su búsqueda. De allí nos fuimos al malecón con el six pack en mano a sentarnos a chismear y a ver qué había de bueno en la playa. Experimenté una extraña sensación ese día por primera vez en mi vida, tomé una cerveza y ya no pude tomar la otra, había dos opciones: o estaba comenzando a ser adulta de verdad o mi hígado comenzaba a colapsar. Caminamos por la arena, hicimos una actualización de la base de datos de chismes y al acabarse la cerveza, partimos en búsqueda de una recarga.

Puerto Progreso
Cruzamos del otro lado del malecón y me encontré con una escena muy tierna, una niña acariciaba a un perro de la raza encantadora, debe llamarse así porque me encantó, y procedí a sacar mi cámara digital de alta tecnología y tomé las únicas fotos de ese día (la foto de arriba me la robé de internet). Por cierto que cada vez que la gente ve mi cámara me pregunta cuándo voy a revelar las fotos. No entienden que tiene look retro pero es digital. De inmediato se acercó uno de mis amigos a pelear. Cómo era posible que yo tenía cámara y que no les había tomado fotos a ellos pero sí a la chingada perra. Le respondí de manera muy cortés y le expliqué que solo fotografiaba a perras biológicas y no a otro tipo de perras.

Una imagen que vale la pena tener
Después de unas cuantas risas y con el aire de salitre de la playa impregnado en la piel, con una marquesita y una cerveza dentro de mí, decidimos volver a eso de las 5 pm a casa. Los dos sudacas (Demecio y yo) nos quedamos en nuestro hogar y el otro par de amigos regresaron a su vida en Cancún, felices de la vida de habernos visto de nuevo y con ganas de reencontrarnos de nuevo por estas zonas de la península de Yucatán.

lunes, 21 de marzo de 2011

Las dos Méridas


Catedral de Mérida
Hoy estuve pensando en que le debía una respuesta a una amiga que me preguntó cómo era Mérida, la de aquí, la de la península de Yucatán. Mientras corría en la mañana alcanzar a ver el equinoccio de primavera en unas ruinas mayas no dejaba de pensar en cómo comenzar la descripción. Inmediatamente recordé un cuento de Julio Garmedia titulado "Las dos Chelitas" que leí hace unos 14 años. Eran aquellos tiempos de felicidad inocente, con la turgencia propia de los tejidos epidérmicos y subcutáneos de la adolescencia. En el relato había dos niñas llamadas Chelitas. Una era Chelita la de enfrente y Chelita la de acá. Chelita la de enfrente tenía un sapo y la otra Chelita tenía casi todos los animales domésticos que se pueden tener, pero era infeliz porque no tenía el sapo de la otra Chelita.
De allí me vino la idea de ver qué tenía Mérida la de allá y qué tiene la Mérida de este lado, la de acá. Mérida la de acá tiene mucho espacio. La gente está acostumbrada a vivir en casas, no en apartamentos. Hay muchas urbanizaciones en la periferia del casco histórico de la ciudad y resulta difícil moverse si no se tiene un carro. Hay un casco histórico lleno de casas coloniales con detalles bastante delicados y con calles estrechas, que a veces no tienen asfalto ni cemento, sino una suerte de ladrillos que hacen las veces de pavimento. Me contaron ayer que los trajeron de Francia hace más de un siglo y que el gobierno se encarga de cuidarlos mucho y acomodarlos cada año para el tránsito en la calle sea tan suave como sea posible. En Mérida la de allá en Los Andes, no hay mucho espacio, vivir en cajitas montadas una sobre otra es casi la norma, pero en la ciudad de allá hay dos muros de montañas que protegen la pequeña ciudad, unas montañitas que le vendrían bien a Mérida la de acá.

Puestos de comida en Mérida en domingo
En Mérida la de acá, la mayoría del tiempo hace calor. Subirse en un autobús sin aire acondicionado resulta tener un efecto soporífero en horas de la tarde. Será por aquello del movimiento y del calorcito como en el vientre materno. En dichos autobuses no hay vallenatos, como en Mérida la de allá, tampoco están acolchonaditas las sillas, así que aquellos que no contamos con cojines incorporados en la retaguardia, podemos sufrir un poquito en trayectos largos. Los conductores nunca dejan de saludarte y si les dices gracias, de inmediato responden con un "que le vaya muy bien". Evento que no sucede mucho en Mérida la de allá. En Mérida la de allá, viajaba yo una vez de Mérida a Jají en una busetica con un música a todo volumen. Había una señora que no paraba de quejarse y le pedía al conductor que bajara el volumen. Dicho chofer subía más la música para ignorarla. Llegada su parada la señora descendió del vehículo y le gritó al chofer "lo voy a denunciar por esta violación a los derechos humanos, ni piense que le voy a pagar el pasaje". El conductor muy tranquilo replicó "calle la jeta vieja". No hubo ningún "que le vaya bien" como en Mérida, la de acá.

Bailarines de jarana en Mérida en domingo
En Mérida la de acá hay muchos señores de la tercera edad que vienen a ver el ocaso de sus años en esta ciudad tranquila. Supongo que a los fabricantes de productos para los efectos de la incontinencia deben vender muy bien aquí. En Mérida la de allá, hay muchísima gente joven que lo que menos buscan es tranquilidad y que aún no llegan a pensar en el ocaso de sus años.
En Mérida la de acá la cantidad de carritos de comida ambulante y de restaurantes es directamente proporcional a la cantidad de licorerías en Mérida la de allá. Los policías no dejan a la gente embriagarse en la calle, como en Mérida la de allá. Me hace extrañar mucho Mérida, la de allá.

El corazón de una trinitaria que late dentro de una casa
Sin embargo, hay varios puntos donde convergen la Mérida de allá y la de acá. La comunidad argentina-chilena-uruguaya-brasilera que vende artesanías en la plaza, aunque ahora que la veo bien, tal vez sea una franquicia, parece estar muy organizada. Otro elemento en común de la plaza del centro de Mérida la de aquí con Mérida la de allá es el taconeo indiscriminado. A eso de las 5 pm comienza el desfile de individuos que dan vueltas y vueltas alrededor en busca de una presa que los lleve a un efímero momento de placer, tal como pasa en Mérida, la de allá. 
Todavía no conozco mucho Mérida la de acá, espero acostumbrarme pronto a la amabilidad y sentirme como en casa, como en Mérida la de allá. Mientras tanto, como Chelita la de acá, juegos con mis animalitos mientras pienso que lo que en realidad necesito el sapo de Chelita la de enfrente.  

sábado, 19 de marzo de 2011

Una muy buena visión del futuro

El señor Antonio Solís
Hubo muchas oportunidades en las que pensé en cómo sería mi futuro, más ahora que ya estoy pisando los 30, aunque parezca que ya los pisé. Todas las veces me veo con mi manada de 50 gatos, la úlcera en la pierna derecha y con bastante ropa encima para tapar las miserias. En realidad ese panorama no me quita el sueño mientras que los gatos estén preparados para revivirme en caso de que me dé un ataque y de que lleve ropa en onda para ser una vieja cool. Aún no hago la elección de la ropa. Más tarde llamaré a Carolina Herrera para que me aconseje, ella  se ve como una vieja cool y vanguardista, estoy segura que lo logró por el estilo y no por el dinero.
Hace unas 3 semanas fui a buscar a un amigo que vino a Mérida para celebrar el carnaval. Como yo nunca había ido a un desfile, me apunté a ver el espectáculo. Antes de ir al desfile, pasé por su casa a esperarlo. Antes de cruzar la puerta apareció un señor vestido en pijamas quien rápidamente se presentó como el abuelo de mi amigo, me llamo Antonio Solís dijo. Mi amigo se fue a alistar antes de salir y yo decidí quedarme a cotorrear con el Sr. Solís. Me pareció curioso que llevara una pijama completa y con una franelita debajo porque hacía mucho calor. Le pregunté si no tenía calor y me respondió que sí, que sabía que había calor pero que ya no lo sentía y que prefería el ambiente así porque el frío lo amodorraba y que a sus 94 años no tenía interés en la flojera, que todavía le gustaba trabajar. De allí comencé yo mi labor de entrevistadora que no trabaja en ninguna agencia de noticias y seguí preguntándole sobre su vida. Me contó de cómo conoció a su mujer a los 16 años, habló con ella el mismo día que se conocieron y supo que sería la mujer de su vida y así fue. Me dije: estoy haciendo algo mal, con toques coquetos no me va a pasar lo mismo. Me habló de todos los años que trabajó manejando autobuses, de las historias de la vía y de su capacidad para comerse 50 tortillas de maíz cuando era joven. Luego me dijo que ahora comía muy poco, tal vez una o dos galletitas de elefantitos, me rompió mi inexistente corazón.

Después de un rato ambos nos quedamos callados, creo el Sr. Solís había olvidado la información que acababa de contarme y yo me suspendí un rato en el momento y pensé en mi niñez. Recordé cuando mi abuelo Faustino llegaba por sorpresa a la casa. Una vez de esas se apareció con un par de pantalones khaki descosidos en la entrepierna, venía bien satisfecho de haber viajado pidiendo colas todo un día y que no había gastado ni un centavo en el trayecto. Todos en la casa nos reíamos mucho en nuestra inocencia y mamá se molestaba porque su papá tenía mucho dinero para pagar los tickets de autobús que quisiera y a sus ochenta y tantos años no tenía que estar corriendo peligros en la calle. Luego pensé en mi abuelo paterno, al que nunca conocí. Nunca deseé tanto haberlo conocido. Me quedé tranquila allí en la sala, viendo en los ojos azules claros del Sr. Solís el reflejo de mis abuelos, el que conocí y que ya se fue, el que se fue antes de que lo conociera y a él mismo, el Sr. Solís, a quien quise conocer.

Domingo 6 de febrero. El atracón en Hunucmá

Llegada de la virgen a la iglesia de Hunucmá
Luego del interludio con "El General", sigo de vuelta con las historias de la ruta. Me pareció que el domingo se apresuró en llegar y ya a las 9 am se estaba preparando este cuerpo decadente para partir a conocer un peculiar pueblito con un nombre aún más curioso: Hunucmá, que dicen los entendidos en el asunto que significa água de ciénaga. Partí con unos amigos a ser testigo de una celebración anual que le hacen a una virgen que traen los creyentes a pie en un altarcito o virgen móvil caminando unos 12 km. Al principio no me atraía mucho la idea de ir a ver una procesión, sin embargo, mi ánimo cambió cuando me dijeron que dos de mis grandes afectos estarían allá: grandes cavas llenas de cerveza al lado de la iglesia e inmumerables subproductos de maíz fritos y tortillas que arropaban toda cantidad de guisos.

Lanzamiento de papelillos

Después de hacer una visita familiar, puse mis pies grandes en dirección plaza del pueblo a ver la gente, y lo más esencial de todo, a jartar. Di el tour por los diferentes puesticos y un amigo me asesoró en la elección de las fritangas, primero empanaditas de cazón, luego taquitos de venado, una pausa para un poquito de majarete, ya olvidé cómo lo llaman aquí, y una torta (sánguche en criollo) de cochinita pibil. La cochinita pibil no es un nuevo apodo que me pusieron aquí, no. Es de hecho un lechoncito que cocinan en hojas de plátano y/o cambur y lo adoban con cebolla, tomate, especies, naranja agria y lo más importante: una pasta de onoto, luego lo cocinan hasta que queda tan suavecito que se deshace en la boca. Me da vergüenza contar delante de aquellos que puedan ser susceptibles porque los cochinitos sean alimento. Créanme que yo los veo y me parecen tan lindos, pero no tengo la culpa de que sean tan ricos.

Cochinita pibil
Minutos más tarde y con la barriga llena y con el corazón a punto de hacerle un bypass, se comenzó a mover la gente para ver llegar a la virgen. La procesión le dio la vuelta a toda la plaza antes de entrar a la iglesia. Ahí venía ella en su virgen móvil cubierto de flores, sonriente, dejando ver que se había salido con la suya, con aquello de que salió embarazada y nadie fue, sino el espíritu santo. La gente se aglomeró en la entrada de la iglesia a recibirla y desde arriba lanzaron papelillos multicolores y los morteros sonaban en su honor. Las señoras ataviadas con huipiles hablaban con efusión de los ajuares de la virgen, todos los demás tomaban muchas fotografías y por ahí ya a las 10:30 am había uno que otro señor bien tropical (léase: ebrio), estos últimos me hicieron sentir orgullosa de nuestra raza.

Señora vestida con huipil acompañada por su hombre

Señoras vendiendo fruta fresca
Terminada la entrada de la virgen que venía de Tétiz (me da risa el nombre todavía), me retiré de la iglesia y decidí montarme con el Demecio en el gusanito en la feria que estaba en plena plena plaza del pueblo. Decidí que mi día debía tener un toque aventurero, extremo por decirlo de otra manera. Me metí como envasada al vacío en el carrito y después se subió el Demecio. El operador cerró la barrita de seguridad con mucha dificultad y nos echó a rodar. Segundos más tarde la barra de seguridad se disparó y entró el pánico. Demecio pensó que íbamos a morir, yo pensé que nuestra ropa interior ya no sería la misma después de ese día. Afortunadamente, ninguna de las dos posibilidades se realizó, con la habilidad de Mc. Gyver puse la barra en su lugar y terminamos el paseo y unas dos horas más tarde ya de vuelta en casa, tuve unos kilos demás encima y un buen momento para recordar en el futuro.

jueves, 17 de marzo de 2011

La reinvindicación de un vanguardista, edición "El General"


Siempre he estado absolutamente convencida de que es mi deber reinvindicar a los olvidados y alabar a aquél que en realidad lo merezca. Hoy mientras hacía un inventario de las obras existentes en la galería donde trabajo, rodeada de visiones, texturas, imágenes que significaban mucho para mí, otras que con mucho gusto tiraría a la basura, vino a mi mente un artista de la historia musical latinoamericana quien ha sido menospreciado en muchas oportunidades. Nada más y nada menos que "El General".
Paso seguido, ingresé su nombre en el buscador preferido de todos, el que todo lo sabe, el Sr. Google y me contó cómo estaba "El General" y su historia. Apenas me entero de que se llama Edgardo Franco. Con nombre elegante me salió el muchacho. Lo cierto es que "El General" desde muy joven en su natal Panamá grababa canciones en cassettes y las repartía a los choferes de autobuses para darse a conocer. Hay que darle su crédito por perseverar. Luego se fue a Estados Unidos y desde allí conoció personas quienes lo incentivaron para hacer más música.
No sé cómo se sienta el resto de ustedes al respecto, pero yo sí creo que el tipo fue un vanguardista en su tiempo y mucha de la música que ahora se escucha en busetas y autobuses en latinoamérica debe su existencia a él, aunque no sea de mi agrado el reggaeton actual, hay que darle crédito a "El General". Mientras escribo estas palabritas en su honor, escucho al mismo tiempo su "no me trates no" "no me trates de engañar" "sé que tú tienes a otra" "y a mí me quieres para um". Una letra para reflexionar y prender un incienso. Ni hablar de su "mamita rica y apretadita" y el clásico "bien, bien buena". Me pregunto a qué se refiere con apretadita ¿será que la chica usaba una talla de ropa más pequeña que la que debía usar?

Hoy "El General" siguió los pasos de muchos que buscan la redención. Después de que dejó a su mamita no tan apretadita, se hizo ministro en con los Testigos de Jehová y se retiró de la música. Que conste que no lo olvidé porque sí, sino porque ya no lo vi. Hoy leí unas oraciones que me encantaron y se las dedico a él: como no puedo evitar que te vayas, solo te veo partir. Grande "El General", eres un capo.

Y así llegó Pie Grande a Mérida Yucatán

Iglesia del centro de Mérida
Y así llegó la mañana del sábado con una mañana bien fresca, digna para comenzar un viaje. Me levanté para sacarme toda la arena y restos de algas que tenía en la melena y recogí todas mis endógenas pertenencias. Bajé a esperar al Sr. One Hundred Fires para que me llevara al terminal, como tardaba un poco, salí a entretenerme con sus 3 perritos. Recordé a las perritas de la casa en El Manzano y cómo disfrutarían esos perritos como bocadillo vespertino, ellas son tan tiernas. Poco más de las 11 am llegamos al terminal, como siempre tarde y el autobús había partido hacía unos minutos. Me tocaba esperar. Ya sentía en leoncito que traía en la panza rugiendo por alimento, decidí ignorarlo. Me dije: si no lo escucho, no existe. Algo similar a la técnica del canarito, si tienes hambre y no tienes qué comer, échate una sabanita encima y te dispones a dormir.
Luego de una vueltas para matar el tiempo, regresé al terminal y ahora sí subí al bus. Era la primera vez que hacía la ruta Cancún- Mérida en transporte público. Saqué mi scanner de Terminator para detectar la existencia de individios atractivos, resultado: rotundo 0. Volví a mi pensamiento inicial, a qué hora harían la parada y qué fritanga malparada iba a terminar en mi sistema digestivo. A mi lado se sentó un señor, nada llamativo por cierto. Pasado un minuto sacó una bolsa de chucherías con picante y una Coca Cola, el almuerzo de campeones, y como diría una amiga: hasta bonitico lo vi. Engulló todo con voracidad, tal vez leyó mi mente lambusia y yo me apliqué el canarito. Desperté un par de veces esperando la parada, pero no hubo ninguna. Observé el paisaje monótono de los arbustos al lado de la carretera; recordé ese video de Chemical Brothers grabado desde un tren donde se repite la misma secuencia una y otra vez, el paisaje más adelante era exacto al que acababa de pasar. Cero matas de mango, ni caucheras en la vía, ni pueblitos con licorerías llenas de gente bebiendo el sábado temprano. Extrañé mi pateadero.
Las instrucciones que me dieron fueron que tenía que quedarme en el hotel Fiesta Americana, no en la parada del terminal de Mérida. Yo, como soy tan pilas, no le dije nada al conductor. No vi en ningún lugar el mentado hotel y empecé a impacientarme porque habíamos recorrido mucho trayecto y ya el conductor puso una grabación: estimados pasajeros, tenemos el gusto de informarles que hemos llegado al terminal de Mérida, gracias por viajar con nosotros. Escuché el gran dough de Homero Simpson en mi cabeza. Descendí a buscar un teléfono y a dar disculpas, llegué al lugar donde me dijeron que no llegara. Perdón, perdón. Media hora más tarde, pasaron por mí y vine a conocer mi nueva morada.
Ya instalada en casa, con las comodidades del mundo moderno, me sentí como reina. Luego de dos años tenía una cama y ya no dormiría en el piso. Ni hablar del baño privado sin tener que compartirlo con la perrita Aliada. En la noche me puse mis tacones y fui rumbo al centro de la Mérida, la blanca, ahora llamda Ciudad de la Paz. Le advertí al casco central que se preparara porque ya no sería blanco, yo traería la mugre por tierruda, y que le fuera diciendo adiós a la paz porque yo venía con un reproductor y la canción del Chombo "El gato volador" a todo volumen.

lunes, 14 de marzo de 2011

Dos años más tarde regresé a Cancún

Llegada a Cancún. Status: tropical. Olores corporales: penetrantes. Pisé el aeropuerto con la respectiva travesía en migración y corrí en la búsqueda de mi súper amigo Mr. One Hundred Fires o en criollo: el Sr. Cienfuegos. Luego de dar más vueltas que perra parturienta, finalmente lo hallé. Intenté abrazarlo pero con manitas de T-Rex para que no se diera cuenta de mis alas caídas. De allí a su casa donde luego me aplicó el quiquirigüiqui y terminamos durmiendo sin ir a ningún lugar, súper vestida y alborotada. Me recordó cuando mamá y papá nos decían que nos iban a llevar a Mc. Donald's, luego pasaban de largo y se paraban a comprar Frescolita y pan dulce, la cajita feliz de mi infancia.
La idea de pasar por Cancún combinaba las ganas de dos de las mejores cosas de la vida, ver a los viejos buenos amigos y un poco de sexo a presión, ya saben cuando uno tiene a alguien encima que lo está aplastando. El martes primero de febrero fui al recuentro de mi vieja secuaz la Marcia y de allí partimos a las 10 am a una actividad por demás extrema y hardcore, digna de Tabú Latinoamérica, consistía en hacer figuritas con globos porque a ella la habían mandado de su trabajo a tomar ese curso. Yo lo intenté, lo juro que sí, el intructor juraba que se salían formas de conos de helado, árboles, palmeras y demás, yo seguía con las mismas dos bolitas y el tronquito; es que cuando uno tiene fijaciones. Terminado el curso fuimos al hotel donde había laborado antes. Una sensación extrañísima tuve al ver a los viejos compañeros, saludar al ex-jefe, ponerme al día con los chismes, qué trabajo. Para pasar el sentimentalismo, inmediatamente me dirigí al bar. Instalada en frente al mar en la barrita, más relajada y me deja de latir el corazón, se me acercó una mulata de EE.UU y le dijo al bartender "please, a beer for the lady with the beautiful hair", debí sospechar que algo quería al decir semejante mentira. Como dice el sabio adagio "a quién le dan pan que llore" y me dispuse a degustar el néctar de dioses. Pasadas un par de horas y al ver que estaba la chica esperaba con el esposo al lado a que yo me quedara, lo supe, querían llevarme a enseñarme al Tío Sam y la Tía Pussy Cat, pero como niña buena que soy, regresé al centro de Cancún con mi sabia amiga La Marcia.
Así pasaron los siguientes días, idas al bar, chapuzones en la playa, taconeos infructusos, cuentos de pandillas laboriosas que trabajan mucho en Cancún en haras de la promoción del hampa, hasta que llegó el sábado 5 de febrero y ya con las lucas en peligro de extinción, me vi obligada a tomar el autobús hacia la blanca Mérida, más lisa que mica de reloj y como genital de pingüina, fría y por el piso (Copyright: La Reina). A comenzar por fin esta nueva etapa. Los dejo con la imagen del Chaac Mool, en maya significa mi futuro.

domingo, 13 de marzo de 2011

Desde el comienzo

Dicen por ahí que lo prometido es deuda y como no quiero seguir de morosa, hoy comienzo a recapitular lo que ha pasado desde que me fui de una Mérida en Venezuela a la otra en México. Sé que el alcohol habrá borrado muchos pedazos de las historias pero me ayuda a editar de una vez.
Desde que me subí al autobús de Flamingo con su típico aroma de ambientador de fresa combinado con flatulencias, sabía que el viaje sería difícil. Me tranquilizaba la idea de llegar a un magnífico hotel, dejar las maletas y almorzar en cualquier restaurante nouvelle cuisine en Las Mercedes. Lo que sucedió pero en versiones súper endógenas. Terminé en un hotel en la distinguida Sabana Grande, en el famoso callejón de la puñalada, con tan tierno nombre, me imaginé que mis Pequeños Ponies y los Ositos Cariñosos hacían piyamadas de noche allí. Luego de cargar las maletas por las escaleras porque el ascensor estaba averido, llegué a la suite. Aquello era un espectáculo, con servicio a la habitación prestado por cucarachas amaestradas, sublime. Debajo de la cama tenían una especie de alfombra con tejidos diversos creada por los residuos del tiempo, el colchón estaba apuñaleado por un resorte y cubierto de manchas de ADN de muchos individuos. En ese recinto dormí mis 4 primeras noches antes de tomar el avión y no fue tan malo en realidad. Ahora, el asunto de la comida me entristeció mucho, al llegar a Caracas me picaban las paticas por terminar en algún carrito de perros calientes devorando alguna sutil delicia con tres tipos de carne misteriosas, aguacate y huevo, sin embargo, a algún gracioso se le ocurrió asustarme con una alerta de cólera en Caracas y sugirió que los perrocalenteros no eran muy higiénicos, qué falacia. Así que las comidas se redujeron a comida árabe dudosa y productos de panadería.
Luego de una aventura para sacar una visa y el viacrucis de los dólares en efectivo de Cadivi, partí el lunes 31 de enero a Maiquetía. Iba más asustada que la primera vez que me monté en el gusanito, pero ya tranquila de saber que llegaría pronto a mi destino. Ya en el aeropuerto tengo que confesar que hubo toque coqueto; como me dijo un sabio amigo: aprovecha cuando te toque cualquier mano ajena. Caminaba rumbo a la puerta de embarque cuando me detuvo una funcionaria, me dijo ¿te puedo revisar? pensé en la mano ajena y respondí: por supuesto. Pasó sus manos por mis piernas y nada (ojalá se haya dado cuenta de que había hecho mucho ejercicio) luego el torso y luego el pecho ¿qué tienes allí? Dinero, le respondí. Llevaba la más novedosa invención de mi madre: el sostén blindado. Una pieza con doble fondo para esconder divisas, ya la verán el las televentas o en el Palacio del Blumer, va a ser un éxito. Ambas nos reímos y me dijo: ¿puedes enseñármelas? Claro, pero en el fondo pensaba que al menos me debía brindar un cervecita o algo por esto y seguí en paz mi camino al avión. Toqueteada, cansada, asustada y ya diciéndole adiós a mi adorada tierra. El viaje fue como ir al bar, aproveché de tomar un par de destornilladores y dos copitas de vino tinto, el bar más caro que he visitado, por esos tragos tuve que pagar un pasajito de 4.000 bfs. Cuatro horas más tarde, sin grandes novedades ni apoteósico recibimiento, llegué a Cancún y desde allí comienza una nueva historia.