viernes, 22 de abril de 2011

De vuelta a la diversión


Había quedado en el 21 de marzo, la experiencia en Dzibilchaltún. Luego de pasar por la vivencia purificadora del equinoccio, mis amigos y yo decidimos ir a matar el hambre. Yo, intentando engañarme a mí misma, había metido en mi bolso agua, yogurt y unas galleticas y prometí que ese sería mi desayuno del día. Como era de esperarse, a eso de 8 am, ya nos habíamos zampado todo lo que llevaba en la cartera, además de unas fritangas mal paradas y medio kilo de naranjas. Por supuesto, esto no fue suficiente para ninguno de los tres. Partimos en la búsqueda de la famosa cochinita pibil de nuevo. Aunque había jurado que no la probaría jamás por dos simples razones: la lindura de los cochinitos y porque después que la como se desaparecen mis tobillos, a eso de 10 am ya me había chorreado la blusa con la grasa (me gusta pensar que es fibra) que chorreaban los tacos.
Dejamos el puesto de cochinita y me entretuve viendo a mis amigos pelearse por razones desconocidas, manotazos por aquí, cachetadas por allá y hasta un poquito de sangre que salió de un rasguño; es que las gatas en celo siempre se sacan sangre. Me invitaron a unirme con otro grupo de amigos para ir a la playita. En ese momento me sentía como me escapaba de la casa y sabía que al regresar me iban a pegar y seguí evitando regresar a mi morada.

Manotazos
Casi de inmediato nos fuimos a la playa. Llegamos a unos pueblitos de orilla de playa con casitas cuadradas y sin muchos árboles, bastante pintorescos. Pasamos el pueblito de Chelém y partimos a la playa en Chuburná. Fue la mejor playa que vi en la Pensínsula de Yucatán. Un mar verdiazulado con mucho viento y sin edificaciones cerca, solo unas cuantas familias desparramadas relajadamente en la orilla y un par de personas haciendo kitesurf. Como es mi costumbre, no me pude resistir y me quité la ropa y terminé en pantaletas aterrorizando a la gente, que minutos atrás solía estar muy relajada, con mi escultural cuerpo. Luego de que me acosaran un par de veces pensando que era un manatí, me vestí y me uní al gran grupo para seguir comiendo. Llegamos a un restaurante de playa que olía a puro pescado frito, riquísimo. Me acordé de los desayunos de corocoro frito, arepas y ensalada que a veces nos hacía mamá en la casa, para la envidia del señor Kellog. Todos ordenamos y mientras traían la comida, nos dedicamos a beber. Pienso que mi cerveza se evaporó o tenía dos huecos la botella porque unos minutos más tarde ya no había nada. Arrasamos con todo lo que nos pusieron al frente, todos parecíamos damnificados. Bebimos un par de cervezas más y dejamos hecho un desastre el restaurantico. De allí a alguien se le ocurrió ir por postre a una dulcería muy famosa por esos predios; pude decir no y resistí la tentación de comerme todas esas delicias. El grupo subió sus niveles de glucosa en sangre y regresamos hiperactivos a Mérida.

Playa de Chuburná
Ya en casa, con cargo de conciencia por toda la grasa saturada, la cochinita, las birras y por haber asustado a la gente en la playa. Me puse mi chiquishorts (también conocidos como putishorts) mis zapatos deportivos y una hora más tarde fui a sudar mis penas. Fue el toque perfecto para terminar el día, una buena corrinata (combinación entre corrida y caminata. Copyright: Pata e' Chuleta) y un baño para retirar el silicio de las partes íntimas y a zzzzzz.

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